Había algo de cita pendiente en el aire. Una de esas que se posponen por años, por distancia o tal vez por azar nomás. De esas que, cuando finalmente suceden, no se parecen del todo a lo que imaginabas y te dejan un poco tarada.
Así se sintió el primer show de Yellow Days en Buenos Aires, en Niceto Club: una especie de encuentro postergado entre una voz que parece venir de otro tiempo y un público dispuesto a entregarse a esa fantasía.

Yellow Days es el proyecto del británico George van den Broek, un chico que tenía apenas 17 años cuando sus canciones se volvieron virales y se convirtió en una promesa del soul contemporáneo. Desde entonces, su voz —rasposa, melancólica, enorme— sigue buscando la manera más honesta de sonar a sí mismo, ahora con un formato más ecléctico, incluso más jazzero.
Sobre el escenario, cuatro músicos y un despliegue poco habitual: la batería al frente, George alternando entre teclados, guitarra y bajo, y un aire de improvisación elegante.

En la primera parte del show, Yellow Days tocó casi entero Harmless Melodies (2016), el disco que lo puso en el mapa hace casi una década. Fue un momento íntimo pero estruendoso: música que sonaba increíble y que podría formar parte, tranquilamente, de una playlist para besarte con alguien que te gusta.
A mitad del show, la cita cambió de tono. Como si, después del primer beso, apareciera el vértigo. El sonido se expandió, la banda empezó a improvisar, a perder el control de una manera hermosa. Tocaron un cover de ‘Oh Darling!’ de The Beatles, pero lo llevaron a su terreno: más denso, más onírico. Hubo varios momentos así durante la noche, de pura improvisación, en los que George y su banda se miraban y se entendían sin palabras.

Sonaron temas de toda su discografía y también nos regalaron un adelanto del próximo disco, previsto para febrero de 2026. Para el final, incluso se permitió inventar una canción en vivo, como si no quisiera que la noche terminara sin dejar un rastro único, irrepetible.
El público respondió con ternura y desconcierto, coreando un “Olé olé olé olé, Yellow, Yellow” que lo hizo sonreír. Fue el tipo de gesto que solo sucede acá, en este país que no por nada tiene fama de contener públicos inolvidables.
Cuando se apagaron las luces y el show terminó, quedó la sensación de algo cumplido, pero también de algo que se escapaba. Una cita que por fin se concretó, hermosa y breve, de esas que te dejan con la certeza de haber vivido algo que no se va a repetir.

