En lo que promete ser una noche para el recuerdo, el dúo Varese, minutos antes de las nueve, sale a calentar la pista. Techno del más bailable y autóctono. Hoy todo es electrónico, salvo por una guitarra y las voces. Esta presentación resultaría la entrada perfecta para el primer show de Ela Minus en Buenos Aires.
Ela, alguna vez batera punk/hardcore, nacida en Bogotá bajo el nombre de Gabriela Jimeno Caldas, irrumpe en el escenario con un atuendo björkesco. La pantalla gigante de Deseo Club espera lista para cautivarnos a base de visuales hipnóticas. En el medio, su mesa de trabajo. Sinte, pads, consola y una serie de chirimbolos luminosos muy armoniosamente seteados, generan una isla de luz en el muy desprovisto escenario. Hay una interesante cantidad de artefactos que nos dan la pauta de que la colombiana no depende de un pen drive para llevar a cabo su set. Ela labura en sus presentaciones.
La ubicación de su isla de trabajo la deja de espaldas al público, motivo por el cual una pequeñísima cámara captura su cara de frente y la plasma en la pantalla, teniendo así diálogos gestuales con la gente que también sale en la pantalla y hace que el show sea más inmersivo, más íntimo.
La propuesta musical de la bogotana es simple, experimental y concisa desde el primer bit. Golpe en el pecho, visuales abstractas y baile. Ela va de un lado al otro del escenario, cantando y pisando fuerte. Al fallarle un micrófono, muy profesionalmente corta todo, dialoga con el solidario público para descifrar qué está pasando y, una vez solucionado el problema, arremete con todo como si nada hubiese pasado y se despacha tremendo temón —‘megapunk’. Se nota que tiene kilómetros en las tablas, su irrupción en el mundo musical en 2020 la propulsó a la fama y no pasó mucho hasta que los festivales y los circuitos especializados europeos la integraron en sus filas. Ela Minus estuvo a la altura y se ganó su lugar en "la nueva ola" de la música electrónica.
Para la mitad del show, llega el hitazo ‘El cielo no es de nadie’ y Villa Ortúzar vibra con esos bajos que hacen aletear una mariposa al otro lado del mundo. Su sólido set consta de diez canciones —principalmente escuchamos temas de su última placa, Día (2025)— y dura sesenta minutos exactos. Al punto tal que hay dos cronómetros que aparecen entre tema y tema en la pantalla. Uno muestra el tiempo transcurrido y otro muestra lo que falta. Inusual, al menos. Es como si desde el arranque se estableciera que no va a haber nada de bises ni nada que altere el quirúrgico show que tiene establecido Ela.
La colombiana radicada en EEUU mantiene su espíritu de baterista hardcore/punk adolescente, exteriorizándolo hoy con una distinguida música digital, pero dejando entrever entre unos y ceros, aquella rebeldía y la actitud de antaño.