El carácter multifacético de un artista no se mide en la cantidad de propuestas diferentes que pone sobre la mesa. El nivel de profundidad y de detalle pesan más, en el análisis comparativo, que la cantidad. Un artista puede dar pocos shows, pero hacerlos tan diferentes el uno del otro, renovarse tanto a sí mismo —aún cantando las mismas canciones—, que cada recital se vuelve una experiencia única y diferente. El regreso de Marilina Bertoldi se sintió así: como un balde de agua fría, una piña a todas las preconcepciones que teníamos sobre lo que una rockera puede y no puede hacer sobre el escenario.
La continuidad narrativa entre el show en Obras y su anterior presentación en el Luna Park fue más que evidente. Una pompa fúnebre conformada por los músicos de su banda hizo su entrada al estadio con antorchas e inciensos al ritmo del ‘Ave María’, subieron su cuerpo inerte —ya no se veía sangre, para eso habría que esperar— y lo colocaron en el centro del escenario, con sus brazos simulando una crucifixión. Con los primeros acordes de ‘Sexo con Modelos’ se formó un pogo que no pararía de saltar hasta el final del recital.
Los cambios de vestuario tampoco se hicieron esperar. El favorito de quien escribe fue un traje blanco con pantalones oxford, que no tardó en teñirse de rojo luego de que Marilina se revolcara en el piso en lo que parecía ser arcilla colorada al ritmo de ‘Pucho’.
El show tuvo sus momentos emotivos (las performance de ‘Remis’ y ‘Amuleto’ con una sola guitarra), pero sin duda el punto fuerte del recital fueron las canciones más potentes: ‘MDMA’, ‘La Cena’ y ‘Cosa Mia’.
Una cosa nos quedó clara a todos los que tuvimos la suerte de estar presentes esa noche en Obras: si Marilina representó su propia muerte en el Luna, aquí la vimos resucitada y más viva que nunca.