Los primeros estudios de producción musical giraban en torno a la grabación acústica antes de la introducción de micrófonos y amplificación. Los artistas se agrupaban alrededor de una gran bocina acústica, y más tarde la bocina del fonógrafo, siendo reemplazado todo esto en 1925 por los métodos mecánicos. Los estudios de mediados del siglo XX se diseñaron en torno al concepto de agrupación de músicos, ya que debían grabarse todos los instrumentos a la vez (como en la sala 1 de Abbey Road, donde entra una orquesta completa). Se convocaba a los mejores músicos profesionales y a los mejores arregladores, debido a que no tenían que equivocarse para poder registrar todo en una sola sesión. Con este sistema se han grabado discos de Frank Sinatra, Bing Crosby, o los de las orquestas emblemáticas como la de Duke Ellington y Count Base. Con la introducción de la técnica de multipista en 1955, se permitía grabar cada instrumento en un canal específico y no era necesario que todos los músicos tocaran juntos. Tener los instrumentos grabados por separado le permitía al ingeniero de sonido intervenir cada uno de ellos, lo cual daba como resultado una mayor limpieza o separación de los sonidos.
En cuanto a las salas, se buscaba simplemente aislar a los músicos del ruido exterior utilizando cualquier espacio disponible, como es el caso del estudio de Columbia en Manhattan, construido en una antigua iglesia armenia con una acústica natural impecable, donde se grabó, entre otros álbumes notables, The Wall (1979) de Pink Floyd. Sin embargo, la mística de estos espacios crece cada día más, sean simples o complejos, y entre los estudios más famosos se encuentran Hansa, ubicado cerca de donde se encontraba el Muro de Berlín, lugar elegido por David Bowie para editar Heroes (1977); Electric Lady en Nueva York, un sueño que Jimi Hendrix logró cumplir antes de su fallecimiento, y el histórico ION de nuestro país, fundado en los ‘50 y cuna de obras de Astor Piazzolla y Luis Alberto Spinetta.
“Cada canción se toca varias veces para elegir los mejores cortes, entre los cuales se buscan los que tengan más personalidad”
Otra de las características del siglo pasado es que no existían programas tecnológicos como los de hoy. Al respecto, Alan Parsons, productor del emblemático The Dark Side Of The Moon (1973), recuerda que “uno de los momentos más icónicos es el loop del comienzo en 'Money', nos llevó mucho trabajo y tiempo. Hoy, con herramientas como Pro Tools y Hard Disk Recorder, es mucho más sencillo: se cortan los sonidos y se hace el loop. En ese momento hablábamos de grabaciones analógicas”. Además, cuenta que aquella repetición se hizo con una cinta de cuatro tracks con un sonido cuadrafónico de vanguardia para la época. Para lograr el efecto debían escuchar las repeticiones en auriculares, una actividad que, luego de algunas pasadas, se volvía enloquecedora al no contar con una alternativa digital para realizarla.
En su libro Rec and Roll, una vida grabando el rock nacional (2018), Mario Breur explica que hacer un disco consta de un proceso que se divide en tres partes: la preproducción, la grabación y la posproducción. La primera etapa consiste en ensayos y algunas grabaciones de prueba, y puede variar entre dos meses y dos años, dependiendo del apuro, las ganas y el presupuesto. Para la grabación, una vez ubicados los instrumentos en el estudio, cada tema se toca varias veces para elegir la mejor toma o partes de ellas que formarán la definitiva. Aún con alguna equivocación, hay cortes que tienen más personalidad o intención que otras, y esos son los que se buscan. Por último, en la postproducción se realiza la mezcla, el proceso en que se definen los volúmenes, ecualizaciones y efectos de cada uno de los sonidos registrados. Le sigue el mastering, donde se hace pasar el sonido por compresores y limitadores, y se emparejan volúmenes y timbres; la última oportunidad de mejorar el sonido.
“Es imposible no advertir que son pocas las mujeres que incursionaron en este rubro o que son recordadas por ello”
Sobre los sujetos involucrados en el proceso de grabación, Breur comenta que cada persona que participa, quiera o no, deja una marca a la que llama «la huella sonora». Siguiendo con esta línea, nombres que han dejado su impronta como marca registrada en el mundo de la música, entre los cuales se encuentran Quincy Jones (productor de Aretha Franklin y de Thriller, el álbum de Michael Jackson que se mantiene como el más vendido de todos los tiempos desde 1982), George Henry Martin, encargado de la mayoría del material de The Beatles, y Brian Eno, quien produjo a David Bowie y Talking Heads.
En el reconocimiento de estas leyendas del sonido, es imposible no advertir que existe una gran brecha de género, donde son pocas las mujeres que incursionaron en este rubro o que son recordadas por ello. Rememorando algunas de ellas, encontramos a Cordell Jackson, quien al no ser aceptada en otros sellos creó uno propio llamado Moon Records, en el cual se desempeñó como ingeniera, productora y arreglista en álbumes de rock and roll, rockabillly y country. También a Ethel Gabriel, una profesional que cuenta con una trayectoria de más de cuatro décadas en RCA y produjo más de 2.500 discos, siendo la primera productora en recibir un Disco de Oro RIAA en 1959. Sylvia Robinson es otra de las figuras femeninas del rubro al ser productora discográfica y ejecutiva de Sugarhill Records, y es actualmente considerada una de las pioneras impulsoras del hip hop.
Contar con un buen sonido puede significar la clave del éxito, y el talento de los profesionales del sonido termina de hacer que la magia suceda. Cuando escuchamos un disco, sentimos el resultado de arduas horas de trabajo, de sudor y lágrimas de aquello que nació en una sala.