El martes 4 de noviembre, dentro del marco del Primavera Club, ciclo producido por el Festival Primavera Sound, se volvió a presentar Helado Negro en Niceto Club después de un buen tiempo sin visitar Argentina.
El proyecto de Roberto Carlos Lange, artista estadounidense-ecuatoriano nacido en Florida, venía construyendo desde fines de los 2000 un universo sonoro y visual que entrecruza la electrónica, el indie, la música ambiental y el pop experimental. Esa noche, todo ese mundo tomó cuerpo en una versión mínima pero expansiva del proyecto.
Fui con mis amigos, sin saber demasiado qué esperar porque nunca lo había visto en vivo y pensé que tal vez sería un show tranquilo, más bien contemplativo. Me sorprendió descubrir que tocaría en formato solo set: en el escenario, un espacio preparado para él, rodeado de una guitarra, un teclado, unos sintes y su computadora.
Roberto entró de manera casual, sin ceremonias, pero apenas se movió, la atmósfera cambió. Llevaba una camisa y pantalón en composé de colores vivos, con una tela súper fluida que acompañaba cada uno de sus movimientos. Su presencia fue magnética y brillante desde el primer momento.
Recorrió temas de toda su discografía, con adaptaciones pensadas para este formato, e incluyó casi todos los del nuevo EP The Last Sound of Earth (2025) que recién saldría el 7 de noviembre, cargados de ritmos electrónicos y una energía que invitaba a moverse. También sonaron canciones de su disco más conocido, This Is How You Smile (2019), y el público respondió con una voz colectiva, afinada y emocionada.

Durante el show, Helado Negro alternaba entre la guitarra, el teclado y el sintetizador, pero el verdadero instrumento fue su voz: plástica, elástica, capaz de volverse grave o subir hacia agudos hermosísimos. Bailó toda la noche con una destreza natural, conectado, presente, atento al público. Preguntaba cómo estábamos, nos miraba, incluso bajó a saludar a la gente que estaba cerca de la valla. Me encontré, en varios momentos, cruzando miradas con mis amigos para decirnos: “qué ser espectacular, qué conectado está.”
Fue muy aliviador ver a un artista disfrutar tanto de su propio show. Quiero decir, sin ánimos de sonar new age, me sentí atraída a la realidad. Presente. Como cuando ves a alguien que querés mucho después de un día estresante y todo lo que te agitaba se apaga un poco.
Fue una noche de música para conectar con el presente. Como si bailar fuera una forma de respirar mejor. De meditar. David Cronenberg, el célebre director de cine, dice que hay que alterar el cuerpo para poder alterar la realidad, y siento que Roberto entiende que algo de eso es necesario hoy: mover el cuerpo como un gesto poético, o rebelde, para salir un poco del estado ansioso del día a día. Las visuales (que tengo entendido que él mismo diseña) acompañaron la experiencia con un preciosismo discreto: imágenes alteradas y espejadas de cosas que vemos todos los días, pero que, puestas de cierta forma, generaban una extrañeza que iba muy bien con lo que estábamos escuchando.
La noche terminó con el público coreando, en un cántico medio de cancha, “Dale Helado Negro”, un ritual que no se puede omitir en este país hermoso.
