ARGENTINOS MENOSCABAN EL SHOW DE THE WEEKND

Podemos ser lo mejor —o también lo peor—, con la misma facilidad

Los pasados miércoles y jueves, Abel Makkonen Tesfaye, el canadiense conocido como The Weeknd, concretó su segunda (y última) visita a nuestro país. Contrario a lo que este narrador suele destacar, fue el público argentino quien no estuvo a la altura.

¿El DJ soporte Kaytranada? Totalmente acorde. ¿La puesta en escena? Muy completa. ¿Las luces? Espectaculares. ¿La organización? Impecable. ¿Los accesos? Funcionando perfecto desde temprano. ¿Los puestos de hidratación? Nunca tan preparados. ¿La Ciudad? Completamente revolucionada por el evento. ¿Querían fuego? Lo tienen. ¿Pulseritas con luces, a lo Coldplay? Tienen de esas también.

The Weeknd posiblemente sea una persona polémica, con actitudes cuestionables, un ego irrisorio y un deseo actoral que le ha hecho más daño que beneficio. A pesar de esto, como artista musical, es de lo más prolífico del pop, con la osadía y talento para sacar grandes discos de una hora en la era de los singles. Con la energía también para cantar 40 temas y bajarse al vallado, permitiendo que sus seguidoras desafinen en el micrófono y hasta lleguen a abrazarlo.

Sin embargo, aún con todos estos condimentos volcados correctamente en la misma olla, la despedida de este proyecto en nuestro país deja un sabor amargo. Incluso peor, la causa de ese mal trago es la misma que suele destacarnos en el globo. El público más pasional de la Tierra, el mejor pogo del mundo según los Rolling Stones, el mejor pogo del universo para un contestatario Indio Solari; el mismo público que hace reír sorprendido a Julian de The Strokes por corear con potencia de estribillo el riff violero de ‘New York City Cops’, aquella masa fanática de gente que pone a Chad de los Red Hot Chili Peppers a celebrar que Buenos Aires sea “probablemente su lugar favorito para tocar”; es ella, la mundialmente aclamada audiencia argentina, la que socava un show muy bien logrado.

Fortuitamente, el público no es el anti-héroe de este corto relato por haber generado alguna tragedia: no volaron las butacas, no se rompieron cosas, no se incendiaron los autos de los vecinos de Núñez. No hubo violencia ni descontrol como aquella tarde fatídica en la que River Plate perdió la máxima categoría del fútbol argentino. Tampoco se generaron avalanchas que asfixiaran personas, me atrevería a decir que ni siquiera hubo alguien que cayera aplastado en el campo. No, lo que hubo fue otra cosa, pero a quien escribe —quizás igual que a quienes leen— le toca una fibra muy íntima.

A lo largo de toda la larga valla que cruzaba el Estadio Monumental, y con un gran énfasis en el campo delantero, aquel que, en un mundo de coherencia e igualdad, debería ser ocupado por los más grandes fans, lo que destacaba sobrevolando cabezas y entorpeciendo el disfrute eran los «indispensables» smartphones. Pareciera cliché hacer tanto hincapié en una cuestión ya gastada, pero la profundidad del mal uso del dispositivo en este evento superó todo tipo de límite: nadie, ni siquiera las y los más altos, podía ver nada. 

Las personas estaban tan, pero tan perdidas, que en reiteradas ocasiones se encontraban filmando en una dirección cuando The Weeknd estaba en la otra punta de la pasarela. Hileras triples de un teléfono, filmando a otro teléfono, que a su vez filmaba a otro teléfono para, recién ahí, minúsculo, tal vez y solo por unos segundos, se viera un pedazo del artista. Eran mayoría quienes grababan una y otra vez, priorizando alzar el teléfono en lugar de mirar el show con sus propios ojos, y lo hacían prácticamente en todo momento, generando extensos minutos de material paupérrimo y completamente desenfocado que probablemente no volverán a ver.

El nivel de desconexión de mucha de la gente más próxima al escenario fue realmente preocupante; desde ya, no fue la visión y experiencia que tuvo la mayoría de los asistentes, disfrutando mejor desde la distancia el panorama del show, lamentando, eso sí, que no hubiera pantallas frontales para ver a la miniatura más importante del pop masculino que se paseaba entre su elenco de 20 bailarinas coreografiadas. Todos podemos empatizar con el deseo de “grabar un pedacito”, de tener cierto momento o toma capturado por tu propio celular, o hasta podemos comprender o perdonar el FOMO que hace que, en general, la salida de los artistas o los primeros minutos de los conciertos tengan una alta cuota de celulares levantados. 

De cualquier manera, presenciar durante la totalidad de un extenso show a un millar de personas consumiendo el recital casi exclusivamente a través de sus pantallas, más seguido que no apuntando hacia cualquier lado, cruza cualquier subjetividad respetable por parte de una persona que realmente acude a disfrutar del evento. Que nos digan hipócritas, o al menos disfruten lo cómico de la ironía, que es a través del mismo aparato o uno similar desde el cual nos toca militar que, en la era digital, necesitamos recordar que la vida no se vive a través de una pantalla, y que no, esas no son las luces por las cuales debamos cegarnos.

 

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